Nacemos en calidad de hijos pero somos, ante todo, herederos. El dinero, las sortijas de oro, las casas de la playa… todo eso que siempre se lleva la fama no es más que la punta del iceberg. Un premio de consolación de apariencia vistosa. Porque heredamos todo, empezando por el cuerpo. Luego vienen las actitudes ante la vida, la forma de estar en el mundo. Un ademán. Un gesto congelado. Y, por último, las enfermedades y la decadencia del cuerpo. Por heredar, podemos heredar hasta la misma muerte.
Mi abuela murió y heredamos un televisor de última generación, una vajilla de porcelana, una radio antigua de valor tasable, cubertería de plata y una maravillosa predisposición a padecer cáncer. Entre otras cosas.