Anoche volví a ver A Ghost Story y, a diferencia del subidón de inspiración que me dio la primera vez, ayer me dejó muy tocada. Es una película perfecta o desaconsejable (según se mire) para ver después de una mudanza importante. La otra vez me hizo pensar bastante en la percepción del tiempo. Sin embargo, esta vez me ha parecido hasta mejor cómo habla del espacio. De esos espacios que habitamos durante un breve periodo de tiempo, si los comparamos con la historia, pero que mientras trascurre es eterno. Esos espacios que ya estaban ahí antes de nosotros y que seguirán después. Espacios que solo nos pertenecen mientras los podemos pagar pero que cuidamos con el amor y dedicación de la importancia que tienen los acontecimientos que vivimos en ellos. Ayer, mientras bajaba maletas y trastos acumulados a lo largo de los años no podía evitar pensar en la cantidad de personas que habían bajado esas mismas escaleras en esa misma situación antes que yo y también en las que lo harán en el futuro. Pero sobre todo en cuál es su historia. El edificio se construyó en 1936, es el lugar más antiguo en el que he vivido hasta ahora y siempre me he preguntado por las personas que han pasado por él antes. ¿Vivieron allí la Guerra civil? ¿Cuántas de sus experiencias de la posguerra se quedaron impregnadas en aquellas paredes? Al poco de llegar, vimos algo moverse solo sin explicación. Me gustaba pensar que había un fantasma al que le caía bien y que por eso no había vuelto a manifestarse. Que en las noches sola en vela y los nervios de punta esa entidad invisible me entendía y acompañaba. Y claro que lo había. Al principio de la película, el personaje de Rooney Mara lo explica bien. Una parte de nosotros siempre se queda en los lugares que habitamos y por eso ella escondía pequeñas notas en alguna grieta de las casas que tenía que dejar. Tengo que confesar que, por muy cursi que sea, yo también lo he hecho. Como rito. Porque sé que ahora yo también pertenezco a la colección de fantasmas mudos de esa casa. No hace falta estar muerto.
cine
Imagen: Manuel Aguado Coll
En una escena de Los exiliados románticos, la nueva película de Jonás Trueba, uno de los personajes se planta en París, ataviado con la camisa más fea jamás confeccionada, y le recita a una mujer, a la que apenas conoce, una carta de amor de varias páginas en francés (sin hablar él nada de eso).
Hace unos años el cine mudo se puso de moda con películas como The Artist o Blancanieves. Ambas en blanco y negro y con intertítulos emulando a las primeras películas del siglo XX. Pero, ¿por qué hacer una película con los medios de nuestros bisabuelos en tiempos de drones?
El director ucraniano Miroslav Slaboshpytskiy se propuso darle una aplicación práctica al formato y encontró la forma perfecta de hacer cine mudo sin abandonar su época.